La historia de Sevilla se escribió al calor de en un antigua fragua, al olor del arrabal, al soneto perfecto del correr de las aguas en unas termas, la lirica de pueblo vivo, pueblo llano en la grada de los teatros de la ciudad y en las bulliciosas calles de la judería. Paralelamente a ésta vida, hay otra historia que nos es mucho más desconocida, la que se vivía cotidianamente en las casas, llenas de jolgorio, alegrías y penurias pero que algo tenían en un común cotidiano, en un haz de esperanza, que después de una tormenta siempre sale un rayo de sol que da calor y es luz de luz, la luz que ilumina la vida.
En la ciudad dormida por el frio invierno, la búsqueda ansiosa de la llegada de esos rayos de sol, cálidos entre las gentes, dulces como el olor intenso de un patio con naranjo, la ciudad centro religioso del mundo en la semana de Nissan y con la luz de la luna de parasceve como único testigo del amanecer más bello y soñado por la urbe. La misma Urbe que desde ella se imponían una misma realidad y una única luz, si el término civilización deriva de la palabra latina civitas. Los antiguos romanos entendían la civitas como un espacio y una forma de vida en comunidad, la Lux de civitas, es la vida, la Luz que ilumina la vida, la vida con la luz de Sevilla.
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